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jueves, octubre 23, 2008

Las muertes deseadas


por Jaime Bayly
Muchas son las muertes que yo deseo, no sólo las de Fidel y Raúl Castro por secuestrar la libertad de los cubanos más de medio siglo y humillarlos y esclavizarlos. A Fidel me gustaría verlo morir sentado en el inodoro, pujando en vano porque los intestinos se le han amotinado. A Raúl me gustaría verlo morir borracho, vomitando en un parque, confesando que todo fue un fraude para usurpar el poder y beber buen vodka y andar en Mercedes.

Al canalla de Ortega me gustaría verlo morir de viejo, calvo, sin dientes, condenado a cadena perpetua en una mazmorra maloliente de Managua como su aliento pérfido, al lado del otro canalla de Alemán, tremendo pillarajo y asaltante de caminos. Y a la desalmada de su mujer, que dice que es poeta, me gustaría verla arder en la hoguera por encubrir y consentir los abusos sexuales que este Ortega cometió con su hija.

A Evo no me gustaría verlo morir, pues hay algo en él me que me inspira ternura. Pero me gustaría que se retire de la política y se dedique a jugar al fútbol, que es lo que le pierde y hace con algún dudoso talento, sobre todo a cuatro mil metros de altura y masticando coca.

A Correa tampoco me gustaría verlo morir, o no todavía, pues es joven y actor frustrado, lo que quisiera es que se quedara mudo o, mejor aun, sordomudo, para que deje de decir, en ese insoportable tono plañidero que es el suyo, tantas zarandajas y paparruchadas.

A Piedad Córdoba me gustaría que la secuestrasen y tuviesen atada a un árbol seis años como mínimo y que la obligasen a comer arroz con frijoles en el mismo plato donde antes ha defecado para que sepa lo que padeció Ingrid Betancourt cuando era rehén de los angelitos que ella defiende con un ardor casi vaginal.

Uribe me gustaría que fuese inmortal, por noble, gallardo y valiente. La señora Bachelet quizá no inmortal, pero sí que viviera cien años y pasara un fin de semana ardiente y multiorgásmico con Arjona, que es lo que se merece por ser una mujer buena, sencilla y humilde.

A Cristina Kirchner y su esposo no me gustaría verlos muertos, lo que me gustaría es que sufran un poco, lo razonable. A Cristina, tan chavista cuando necesita dinero, y tan capitalista cuando necesita bolsos y zapatos, me gustaría que la obligasen a vestirse toda de colorado, como buena revolucionaria vendida al chavismo, con guayabera y pantalones, sin maquillaje alguno, sin peinadores ni estilistas, sin esos ojos repintados de vampiresa ajada, toda de colorado y al natural, salidita de la ducha. Y a su esposo me gustaría verlo más bizco, mucho más bizco y extraviado, mirando para un lado con un ojo y para el lado opuesto con el otro, de modo que nunca nadie sepa, ni él mismo, ni su mujer, a quién está mirando.

A Alan García no me gustaría verlo muerto, pero sí que, por ley, lo sometieran a dieta, a dejar de tragar de ese modo obsceno en un país de famélicos, a trotar diez kilómetros cada mañana seguido por las cámaras y luego bañarse en el mar en escueto traje de baño que exhiba ante las cámaras aquel vientre descomunal y creciente, hecho de saraos y francachelas que le pagan los pobres contribuyentes peruanos.

A Chávez me encantaría verlo morir, pero no tiroteado por un francotirador ni envenenado por un conspirador ni en una reyerta por el poder, sino de este modo exacto: que esté hablando en televisión en su programa infinito y de pronto haga una pausa entre cada bravuconada y diatriba y trague un buen pedazo de cachapa y trate de seguir hablando pero no pueda, y entonces se atragante, se le quede la cachapa entera con el maíz y el queso en el buche imperial y se quede mudo por glotón y empiece a toser, a tener convulsiones y arcadas, y que antes de morir arroje un vómito de color petróleo sobre las cámaras y sus adulones y apandillados y su rostro bolivariano termine hundido sobre el charco negro y viscoso de su vómito, por fin tieso y silente, por fin reunido con Bolívar, cuya ánima enjuta ha de sentir repugnancia por este zambo deslenguado.

Pero es evidente que no me será dado el privilegio de asistir a esas muertes tan deseadas e improbables porque de momento me hallo empeñado en provocar la mía propia, a base de pastillas, que es como mueren los caballeros, sedados y en su cama.

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